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Muchos poetas ribereños de los grandes ríos han escrito sobre ellos. En diversas partes del ancho mundo, y también en la región de la Cuenca del Plata. Tanto el Uruguay como el Paraná han tenido quienes le canten en versos sentidos, tanto escritos como en formato de canciones populares. Y lo han hecho desde diversos ángulos: la contemplación del río, la evocación lejana, la celebración, el retrato poético de su majestuosidad, la nostalgia. Y han sido en muchos casos muy buenos poetas.

Pero han sido muy pocos los que han escrito compenetrados con el río, con la vivencia íntima y compartida de ese fluir caudaloso e imponente. Recreando una comunión personal y también cósmica con esa naturaleza peculiar que implica un río. Y en mi experiencia de lector solamente dos han logrado transformar la vivencia cotidiana, intransferible, intensa, de vivir junto a un rio de orillas lejanas, en palabra esencial. Expresión adecuada y certera del río más allá de lo habitual, de lo fenomenal: transmutarlo mediante la palabra poética en un "rio místico".

Para quien esto escribe, que ha frecuentado el cantar de muchos poetas del Uruguay y del Paraná, solamente dos han llegado a una creación lírica que se compenetre con esa experiencia hasta tal punto: en el pasado, el entrañable poeta entrerriano Juan L. Ortiz, y recientemente el salteño Leonardo Garet con su libro "Cada bote en su rio".

El libro de Garet se ha editado este año, en la serie de Publicaciones de la Casa del Río. Acompañados por muy buenas ilustraciones de Mario Perillo, todos los textos son un vibrante testimonio poético de la aventura de un diálogo-personal, y a la vez universal y compartible por un lector sensible con el río Uruguay. Con aliento bíblico, parafraseando a San Juan Evangelista, los primeros versos aquel "verbo" evangélico se trasmuta en el gran curso de agua: "

En el principio

fue el río

repartiendo valles y montañas"

Al camino para llegar al río, el poeta lo llama "Empedrado de promesas", para luego describir en los versos siguientes la bajada a la costa, y dar fin al magnifico poema de esta forma inapelable:

"termina en el barro que te hunde

o en el agua que te lleva".

"Las cosas tienen forma y dimensiones exactas/ a la orilla del río, nos advierte el autor. En estos versos se esconde una clave, que se va desarrollando después en sensaciones, vivencias y reflexiones que se van desplegando en otros textos. De alguna forma esa convivencia y diálogo diario con el río, ordena la mente y la emoción del creador, le da profundidad y serenidad a pensamientos y sentimientos.

El poeta está casi siempre solo, con su alma y el curso incesante del agua. Aunque a lo lejos avizora los botes de variados colores. O llegan los recuerdos de aquellos que lo acompañaron en el pasado en esa peculiar experiencia de ribereño:

"Se acercan alrededor de mi silencio

el que me sostuvo por primera vez en el agua

el compañero de nadar"... Texto que culmina con un verdadero memento mori:

"a mi lado y sin hablarme

tocamos juntos el cuerpo de un muerto".

Pero de inmediato, en el poema que sigue, el autor se ubica en el lugar del observador sereno, que describe a quienes llegan por una tarde a la costa, con ejemplos conmovedores:

"el que baja la silla de su padre

que ya no puede dejar la silla...”

Al tiempo que: "el solitario siente que ese lugar respira/ lo mejor de la tarde".

El gran río es para el que lo canta en estos versos un ámbito para la honda introspección sobre su vida: "Sobre el río se viene el pasado/ con cara de caverna clausurada". Y más adelante reflexiona: “igual que el espejo/el río tiene la última versión de las cosas”.

Cerca del final de este pequeño gran poemario, se lee La Creciente, elegía de lenta pero intensa respiración que testimonia la espera insomne del crecimiento inevitable e implacable del río. Comienza con un verso que se reitera, como jaculatoria: "Y sentado sigo mirando la pared blanca". Y sigue más adelante:

"mi silla tiene a su lado

la puerta que lleva al río

desde atrás desde ayer desde el insomnio

viene el agua golpeando la casa

y sigo mirando la pared blanca".

Y la vigilia sigue, mientras sigue la inundación, y el poeta prosigue su quietud activa, la introspección inevitable, mientras piensa que:

"los quehaceres de mañana tendrán que cumplirse

sólo falta

que termine de sonar el agua

la puerta del río la mantengo cerrada

como amuleto".

Y culmina La Creciente de este modo:

“y con una soledad desconocida

sigo sentado

mirando la pared blanca".

Horacio Quiroga plasmó, en ese cuento formidable que es A la deriva, una de las más extraordinarias descripciones de un gran río como lugar de agonía y de muerte en una canoa que se torna en féretro. Su coterráneo de un siglo después -no casualmente estudioso constante de la obra quiroguiana- logra trasmitirnos en "Cada bote en su rio", algo de la esencia de esa experiencia singular que es la vida cotidiana, con sus momentos serenos o agitados, con su luz y su sombra, de quien ha elegido la oriIla de un gran río como morada.

(Escribe Alejandro Michelena, colaboración especial para Punto y Aparte)

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