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Uruguay ostenta un récord que, aunque refleja progreso, plantea serios desafíos: es el país más envejecido de América Latina. Según el último informe del Observatorio de Vejez, Envejecimiento y Seguridad Social, indica que en nuestro país son 892 las personas mayores de 100 años con pasividades, de las cuales el 83,3 por ciento son mujeres y el 16,7 varones, en tanto que de acuerdo al período considerado en el estudio – siete años a partir de 2017–, la persona más longeva fue una mujer de 117 años. 

Por otro lado, los informes nacionales e internacionales, en nuestro país, hay 74 personas mayores de 65 años por cada cien menores de 15. La llamada “pirámide poblacional” se ha invertido, y lo que antes era un signo de vitalidad demográfica hoy es un llamado de atención sobre la sostenibilidad de nuestro sistema social y económico.

La evolución de los indicadores lo confirma. En 1950, la Tasa Global de Fecundidad era de 2,73 hijos por mujer; hoy se estima en apenas 1,23, una de las más bajas del continente. Paralelamente, la tasa de mortalidad se mantiene estable en torno a 9,3, mientras la esperanza de vida sigue aumentando. Es decir, vivimos más, pero nacen menos uruguayos. Este fenómeno, propio de sociedades desarrolladas, implica una carga creciente para sistemas de salud, previsión social y cuidados, cuya estructura responde aún a un país muy distinto al actual.

El envejecimiento, si bien es una expresión de desarrollo —producto de mejores condiciones sanitarias, mayor control de la fecundidad y mejor calidad de vida—, plantea una ecuación compleja: menos trabajadores activos sosteniendo a más jubilados y pensionistas. En otras palabras, una base contributiva que se achica frente a una población dependiente que crece. Y cuando, además, el Estado asume la responsabilidad de otorgar pensiones no contributivas para quienes no pudieron o no supieron ahorrar durante su vida laboral, el sistema se tensiona aún más. El primer pilar del esquema previsional, financiado íntegramente con impuestos, absorbe cada vez más recursos sin que se vislumbre un equilibrio sostenible.

La reciente reforma de la seguridad social fue un intento de corregir parte de esa tendencia. Sin embargo, sus efectos serán limitados si no se acompaña de políticas de Estado que trasciendan los períodos de gobierno. El país necesita consensos reales —no declaraciones— para encarar de forma estructural los desafíos que supone una sociedad envejecida. No se trata solo de ajustar edades jubilatorias, sino de repensar cómo generar más empleo formal, incentivar la natalidad, integrar a los migrantes, y fortalecer un sistema de cuidados que hoy se sostiene con esfuerzo y parches.

Uruguay no puede seguir administrando la urgencia mientras posterga lo inevitable. Las señales están a la vista: un sistema previsional que se aproxima al límite de su capacidad de financiamiento, servicios de salud cada vez más presionados, y un mercado laboral que no logra incorporar a suficientes jóvenes para compensar la balanza. La inacción política en este terreno equivale a hipotecar el futuro.

El envejecimiento de la población no es una tragedia; es, en cierto modo, un triunfo del desarrollo. Pero ese logro puede convertirse en una trampa si no se enfrenta con visión estratégica. Uruguay debe asumir, con madurez y sentido de responsabilidad, que su sostenibilidad como Estado social depende de actuar hoy, antes de que la bomba de tiempo que ya late en su estructura demográfica termine por estallar.

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