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El Ministerio de Relaciones Exteriores y el Ministerio del Interior anunciaron finalmente lo que la realidad, el sentido común y miles de ciudadanos reclamaban a gritos: la suspensión de la nueva versión del pasaporte uruguayo, implementada en abril, que omitía un dato básico y elemental como el lugar de nacimiento del titular. Esta decisión tardía y forzada por la presión internacional no es otra cosa que la confirmación de un grave error político y de gestión, ideado y defendido hasta el absurdo por el canciller Mario Lubetkin, hoy en el centro de la crítica pública por su terquedad y silencio.

La medida, disfrazada de “ajuste técnico”, es en realidad una corrección a un desatino diplomático. Países como Alemania, Francia y Japón rechazaron la validez del documento uruguayo en su nueva versión, generando inconvenientes directos a ciudadanos que se vieron impedidos de ingresar, residir o incluso tramitar visas en esos destinos. La omisión del lugar de nacimiento —algo que según la lógica de la Cancillería no afectaba la seguridad del documento— fue interpretada por varios países como una puerta abierta a irregularidades, incluso al posible uso fraudulento por parte de personas ajenas al país.

Lo más grave no es solo el error, sino el empecinamiento con que se sostuvo. El comunicado oficial difundido este lunes insiste en que el nuevo pasaporte “cumple con la normativa de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI)” y que “no hubo objeciones formales”. Sin embargo, en el mismo texto se admite que existen dificultades con el estampado de visas en Francia y Alemania, y que se requerirá más tiempo para lograr su aceptación definitiva. ¿En qué quedamos?

Es claro que se trató de una improvisación técnica vestida de modernización diplomática, sin el debido respaldo de acuerdos internacionales previos, sin considerar los impactos reales en la vida de los ciudadanos y sin siquiera anticipar las consecuencias más básicas. Que ahora se vuelva a la versión anterior del documento —vigente hasta el pasado mes de abril— es, en los hechos, un reconocimiento tácito del fracaso.

Mientras tanto, 17.000 uruguayos que gestionaron el nuevo pasaporte, ahora deberán volver a gestionarlo, esta vez gratuitamente, pero no sin molestias, burocracia, y pérdida de tiempo. Se los condenó a una incertidumbre innecesaria por una decisión que jamás debió tomarse a la ligera. El proceso de recambio escalonado y por justificación de viaje es apenas un parche sobre un daño ya infligido.

En el terreno político, la oposición no tardó en reaccionar. El diputado nacionalista Juan Martín Rodríguez recordó una frase del presidente Lacalle Pou en 2016: “Algún día volverá el Uruguay en el que los ministros renunciaban o se les pedía la renuncia. Por gestión o por vergüenza”. Y le pidió abiertamente la renuncia al Canciller. A su vez, el colorado Felipe Schipani fue tajante: “Si algo de vergüenza le queda al canciller después de este papelón, debería renunciar. El daño ya está generado”.

Y tienen razón. Porque aquí no estamos ante un simple error administrativo. Estamos ante un fallo diplomático que afectó derechos, complicó viajes, deterioró la imagen del país y dejó en evidencia una gestión desconectada de la realidad internacional y de las necesidades de los uruguayos.

Peor aún es el silencio. Lubetkin, que defendió públicamente la reforma hasta hace unos días, no ha dado la cara desde que se anunció el cambio de rumbo. No ha pedido disculpas, no ha asumido responsabilidades y no ha explicado cómo se llegó a semejante desacierto. Tanto en una democracia seria, como en un país que se respete, la renuncia es el mínimo gesto de responsabilidad política.

La Cancillería cometió un error grave. Pero más grave sería que no aprendiera nada. Porque no se trata solo de pasaportes. Se trata de credibilidad, confianza y respeto a la ciudadanía. Y eso, señor canciller, no se tramita por correo electrónico. Se asume, con vergüenza y con la renuncia en la mano.

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